Por: Pamela Jiles
Antes de conocer a Sebastián Piñera tuve el placer de departir con su padre, don José, que en plena dictadura me invitaba a tomar el té a su departamento en El Golf. Era un caballero con mucho mundo, que se manchaba las camisas con mermelada de ciruelas, un señor ilustrado, nervioso, interesante, sin pelos en la lengua, que no se hacía problemas de pelar directamente a sus hijos y a la madre de éstos, de la que se había separado siendo ambos ancianos, en no muy buenos términos según su propia versión.
También conocí a don Bernardino, el tío cura del actual candidato, siendo yo una adolescente, cuando mis abuelos lo contrataban para ir a decir misa a nuestro fundo familiar. Curiosamente, mis padres y abuelos son completamente agnósticos pero propietarios de una capilla de más de doscientos años adosada a nuestra casa-hacienda.
Antes de conocer a Sebastián Piñera tuve el placer de departir con su padre, don José, que en plena dictadura me invitaba a tomar el té a su departamento en El Golf. Era un caballero con mucho mundo, que se manchaba las camisas con mermelada de ciruelas, un señor ilustrado, nervioso, interesante, sin pelos en la lengua, que no se hacía problemas de pelar directamente a sus hijos y a la madre de éstos, de la que se había separado siendo ambos ancianos, en no muy buenos términos según su propia versión.
También conocí a don Bernardino, el tío cura del actual candidato, siendo yo una adolescente, cuando mis abuelos lo contrataban para ir a decir misa a nuestro fundo familiar. Curiosamente, mis padres y abuelos son completamente agnósticos pero propietarios de una capilla de más de doscientos años adosada a nuestra casa-hacienda.
Una vez al año, don Bernardino era convocado para alegría de los inquilinos que aprovechaban de bautizar sus guaguas, hacer la confirmación y confesarse. Recuerdo que llegaba de buen humor, exigiendo su cazuela de pava, de la que se comía tres platos una vez concluida la tarea apostólica.
A Sebastián Piñera lo conozco hace dos décadas. Lo entrevisté unas diez veces por lo menos para diversos canales de televisión: lanzándose en parapente, cocinando huevos fritos, afeitándose semi desnudo en el baño principal de su casa de Camino La Viña sólo cubierto por una toalla –debo consignar que yo estaba completamente vestida-, en un set con bailarinas emplumadas, ejercitando su laxa musculatura en un gimnasio, acompañado de dos de sus hijos, o mostrándome su dormitorio y su enorme cama matrimonial [la misma en que se reunió con Andrés Velasco y Pérez Yoma cuando estaba convalesciente de su cirugía estética], en fin, en las más curiosas situaciones.
Todas esas entrevistas tenían por objeto –para mí- hablar de política y -para él- mostrar aspectos desconocidos de su personalidad. En materias sociales, legislativas, económicas o de política internacional, Piñera es conocido entre los periodistas como “livianito”, un señor con ideas más vistosas que profundas, que no se sale de un decálogo de frases populistas y en ningún caso muestra la consistencia de un estadista En cambio, cuando se trata de exhibirse como personaje mediático se convierte en un entrevistado creativo, generoso, articulado, dispuesto a todo y que jamás elude las preguntas complicadas, tanto así que hasta hoy me recrimina cierta indiscreción que según él lo obligué a cometer en un programa en directo y que le trajo algunos problemas familiares.
Creo conocer lo suficiente al actual candidato a la presidencia como para afirmar que Miguel Juan Sebastián Piñera Echenique es muchas cosas, pero sobre todo un travesti. No sólo por el detalle patético de que usa tacos altos, se somete a cirugías estéticas –cualquier día se pone tetas– y se pasea por los canales de televisión con un estuche de cosméticos en la cartera.
Piñera es un travesti en el plano social. Un tipo que creció en una familia de estricta clase media, que no tiene la cultura de su padre ni el encanto deschavetado de su madre, y que desde temprano mostró tendencia al arribismo. Siempre soñó con tener estatus. Sus compañeros del Verbo Divino lo recuerdan como un alumno desmesuradamente competitivo que vivía obsesionado con ganar los primeros puestos, tener acceso al poder económico, codearse con los chilenos de estirpe, comprarse una identidad aristocrática. Desde joven era entrador, práctico y realista. Captó sin demora que carecía de la brillantez intelectual de su hermano José y también que le costaba sofisticar sus gustos y modales más allá de lo cosmético, pero se hizo millonario gracias a la dictadura de Pinochet, a través de negocios especulativos, sin haber creado fuente de trabajo alguna y profitando de las obscenas reglas laborales impuestas por su hermano ministro, regalón del tirano. Lo triste es que ni todo su poder adquisitivo puede comprar clase, cosa que a sus sesenta años cree haber obtenido mientras la oligarquía tradicional chilena lo considera hasta hoy un aparecido, siútico, mal agestado, sin cuello y con los bracitos cortos, algo chabacano, farandulero y muy poco fino, particularmente cuando ostenta sus millones, sus propiedades y sus ganancias.
Piñera es un travesti en el plano de la seducción. A Sebastián no le iba muy bien con las mujeres. De joven era feúcho, bajito y mal hecho, además de indiferente a los encantos femeninos. Cuando le resultaban sus escarceos con alguna muchacha, resultaba ser demasiado popular para sus planes de subir en la escala social, así que se casó con su primera polola oficial, una joven sin alcurnia como él, pero perfecta para ejercer de la clásica esposa medio pelo, dispuesta a anularse sin tregua para dedicarse a su familia y a apoyar a su marido en el proyecto de convertirse en nuevo rico.
Hoy, dicen que se siente sexy. El dinero lo ha transformado en un galán. Le gusta rodearse de mujeres atractivas, como Pía Guzmán –antes de la debacle–, Lily Pérez, y, sobre todo, la estupenda Carmen Ibáñez. Eran íntimos amigos, inseparables, veraneaban juntos incluso, hasta que algún acontecimiento misterioso quebró esa cercanía.
Piñera es un travesti en el plano de los negocios. Dicen que el actual magnate y candidato era gerente general del viejo Banco de Talca cuando éste quebró estrepitosamente. No debe haber sido muy brillante su gestión si esos fueron los resultados. Pero claro, entonces administraba la plata de otros.
Es un experto en fusionar empresas y volverlas monopólicas, obteniendo así enormes elusiones tributaria al absorber las pérdidas de unas con las utilidades de otras.
Piñera es un travesti en el plano intelectual. Astuto, rápido, inquieto, no es, sin embargo, un tipo culto. En su juventud se empeñó en convertirse en el más morenito de los neo capitalistas de su generación que fueron a doctorarse a los Estados Unidos. Tal cosa fue posible para él, gracias al pituto espectacular que le proporcionaba su hermano José, que ya era el mejor alumno en Harvard, muy bien considerado por el cuerpo académico y directivos de esa universidad. Fue el pivote perfecto para hacer fortuna junto con la hornada de nuevos ricos que apareció en los ochenta, en plena dictadura.
Sus temas e intereses no van mucho más allá de las ventajas de la economía de mercado. No es un conocedor del arte ni de otras disciplinas del saber. Prefiere los best-sellers a lecturas más complejas. Según él, toda buena idea debe caber en una hoja tamaño carta. Y –como conoce sus limitaciones culturales–se siente más cómodo en escenarios superficiales, frívolos, que en alguno en que puedan ponerse a prueba sus conocimientos.
Piñera es un travesti mediático. Convencido de que es algo así como el Berlusconi del tercer mundo, el candidato del neoliberalismo concentra todos sus esfuerzos en el trabajo mediático, es uno de los máximos personajes de la farándula nacional, y al mismo tiempo abomina de ese género e intenta “domesticarlo”. Adquirió un canal y se compró también unos cuantos ejecutivos de la industria televisiva con el objeto de que apoyen centralmente su campaña. Para él, los medios de comunicación deben usarse como difusores del pensamiento único, conservador, retardatario, consumista, xenófobo y arribista, todo lo cual él considera “moderno”. Entiende como fundamento de la sociedad democrática el que los ciudadanos son consumidores. Los consumidores determinan la producción mediante su demanda. Consumidor y elector son –desde la óptica piñerista– la misma cosa. Cada individuo elige con total libertad los bienes que puede comprar [si eres pobre, te endeudas] así como elige a sus representantes en el gobierno, en el parlamento y en el municipio. Pero esta doble calidad de consumidores y electores pasa a ser peligrosa para sus intereses en la medida que el rating, el zapping y el telecomando comprometen la exhibición continua de las miserias de los estigmatizados sectores populares, las enormes falencias de la democracia, los actos de corrupción de los políticos [sobre todo los de su bando], la verdadera ideología autoritaria de la derecha y, quién sabe, hasta la posibilidad de liderazgos completamente distintos a los oficiales.
Ahora usa su canal para posar de estadista, serio y profundo, cuando en 1992 todos fuimos testigos del bochornoso episodio en que insultaba de la manera más vulgar a su correligionaria Evelyn Matthei y complotaba contra ella usando un vocabulario muy poco caballeroso.
Piñera es un travesti político. Dice que votó por el NO. ¿Producto de una tendencia mitomaníaca y de una innegable habilidad para construirse leyendas? Probablemente, porque tal cosa es abiertamente contradictoria con su irrestricto apoyo al régimen militar y el silencio que mantuvo durante dos décadas respecto de la tortura y los asesinatos políticos. Lo que no cabe duda es que se trata del mayor de sus rasgos de travestismo: fue pinochetista desde 1973 hasta 1988, fecha en la que según él pasó a ser “humanista cristiano”. Pero tras esa oportuna epifanía no entregó su aporte a la construcción de la democracia sino que asumió como la mano derecha del candidato de Pinochet a la presidencia: Hernán Büchi. En 1989, el travesti Piñera derrochó entusiasmo como jefe de campaña del continuismo dictatorial.
Tampoco se afilió al partido que recoge la vertiente “humanista cristiana” que él dice profesar –la DC– sino que se sumó al aparato político que se creó para salvaguardar “la obra” de Pinochet durante la transición: Renovación Nacional. En 1995 promovió la amnistía de los crímenes de la dictadura y en el 2005 los militares en retiro apoyaron su candidatura tras recibir su compromiso de aplicar la prescripción de los asesinatos políticos. Voltereta sobre voltereta: este pinochetista arrepentido, ha vuelto a valorar los supuestos méritos del régimen militar la semana recién pasada.
La inconsistencia parece ser el sello personal de Piñera. Su sed de dinero, posición y poder lo han transformado en una caricatura de sí mismo, un pelele sonriente que vende una pomada jabonosa, contradictoria y oportunista. Un travesti.
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